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Infraestructura con visión privada

¡Buenos días!
El sector privado, clave para cerrar la brecha de infraestructura. El director de ANADIE, Kevyn Valencia, destaca que abrir el mercado al sector privado es vital para aprovechar su tecnología, prácticas y capacidad de gestión. Señala que las concesiones y APP son mecanismos viables si se acompañan de planificación y equipos técnicos sólidos. Además, analiza los retos del proyecto Escuintla–Puerto Quetzal y la visión del nuevo Centro Administrativo del Estado.
Semáforos en pausa, conductores en espera. En Ciudad de Guatemala ya brillan nuevos semáforos con cámaras y cajas electrónicas que prometen modernizar el tránsito. Pero la promesa aún no se cumple: el sistema sigue en fase de pruebas y la congestión empeora. Entre expectativas y frustración, la ciudad permanece en luz amarilla.
Patrias prestadas: vivir, contar y sentirse en casa. Una vez al mes, Marcos Suárez Sipmann compartirá las vivencias que lo marcaron en los países donde ejerció el periodismo. Sus relatos mostrarán realidades, aprendizajes y esa sensación de encontrar un hogar lejos de casa.
Ucrania: la guerra que cambió al mundo. El conflicto en Ucrania, que inició en 2022, se ha convertido en la mayor encrucijada geopolítica desde 1945. La devastación humana y económica no tiene precedentes recientes, mientras Occidente y Rusia se enfrentan en una guerra indirecta que involucra a China, Irán y Corea del Norte. Según el análisis de Natalie Chang, más que un desenlace cercano, lo que se perfila es un conflicto congelado y prolongado.


DIRECTOR EJECUTIVO EN FUNCIONES DE LA AGENCIA NACIONAL DE ALIANZAS PARA EL DESARROLLO DE INFRAESTRUCTURA (ANADIE)
Kevyn Valencia:
“Abrir el mercado al sector privado es clave por sus prácticas, tecnología y alcances”

Por: Luis Enrique González
En esta conversación, Kevyn Valencia reflexiona sobre el papel del Estado en el desarrollo de infraestructura durante las últimas tres décadas. Destaca la importancia de abrir el mercado al sector privado, reconociendo sus ventajas en tecnología, prácticas y alcance. Subraya que las concesiones y APP son herramientas viables, siempre que se acompañen de planificación y equipos técnicos sólidos. Además, aborda los retos del proyecto Escuintla–Puerto Quetzal y la visión del nuevo Centro Administrativo del Estado.
¿Qué comentario tiene sobre el papel del Estado en los últimos 28 años, desde que se abrió el mercado al sector privado en infraestructura? ¿Se han respetado los contratos y concesiones?
— Considero que abrir el mercado al sector privado es fundamental, principalmente porque tienen mejores prácticas, otra tecnología y otros alcances que desde el sector público no se tienen. En cuanto a la legalidad y el sustento jurídico, me parece que sí se respetan los contratos. Pero la disyuntiva está en cómo entendemos el concepto de concesión y cuál es su alcance.
No todo lo que vemos hoy es concesión. Los procesos están marcados por el Código Municipal y la Ley de Compras y Contrataciones del Estado. A partir de ahí, ha habido mejoras en la robustez de los equipos técnicos. Cuando hacemos una concesión, se ven aspectos técnicos, jurídicos y financieros.
Creo que satanizar los modelos de concesión o APP no es viable. Cuando volteamos a ver los países de Latinoamérica, vemos que han roto la brecha de infraestructura a partir de las concesiones y APP. Pero para que funcionen, se necesita planificación efectiva, equipos técnicos sólidos y una recalibración financiera constante.
El conocimiento en APP no se traduce en una reunión entre el Estado y un privado. Son contratos a largo plazo, con participación pública y privada, y con indicadores de servicio medibles. Soy del criterio —y lo digo a título personal— que las concesiones sí pueden ser el mecanismo para tener infraestructura más rápida, eficiente y con servicios de calidad. Cuando empecemos a hablar más de servicios que de infraestructura, las concesiones tomarán otra lógica.
¿Cuál ha sido uno de los principales retos del proyecto Escuintla–Puerto Quetzal?
— Uno de los retos más complejos ha sido el ordenamiento del derecho de vía. Desde el inicio del proyecto, se estableció que cualquier intervención fuera del derecho de vía debía ser gestionada por el propietario. El contrato lo establece claramente: esas obras que se tienen que hacer fuera del derecho de vía, es decir, en mi terreno, las tengo que hacer yo.
Estamos hablando de 40 kilómetros por sentido, es decir, 80 kilómetros en total. En ese tramo, uno de los problemas más notorios ha sido la presencia de postes. Cuando lanzamos el proyecto, los estudios indicaban que había aproximadamente 60 postes. Hoy, en fase de construcción, hay más de 400. Esos postes provienen de convenios entre el Ministerio de Energía y Minas y el Ministerio de Comunicaciones, que permitieron su instalación sin una coordinación adecuada.
¿Qué impacto tienen esos postes en la obra?
— No podemos hacer una conexión de una alcantarilla en una zona de inundación porque hay tres postes. Tampoco podemos ampliar los carriles de aceleración y desaceleración. Además, si se va a construir un distribuidor, no basta con mover los postes a un lado. Estos postes llevan una altura, y si el distribuidor sube, se debe elevar el tendido eléctrico. Esto requiere una logística especializada.
¿Hay voluntad del sector privado para resolver estos obstáculos?
— Sí. Hay voluntad específica por parte del sector privado para hacer los movimientos. También hay conversaciones activas entre el Ministerio de Comunicaciones y el Ministerio de Energía y Minas. Pero la estrategia de movilización requiere tiempo, y ese tiempo tiene un impacto directo en el cronograma del proyecto.

¿Qué otros problemas han surgido?
— Otro problema importante tiene que ver con el derecho de vía cedido hace más de 30 años. Muchos propietarios actuales adquirieron terrenos sin saber que el anterior dueño había cedido espacio para la carretera. Hoy, esos nuevos propietarios solicitan indemnización, aunque por décadas hubo tránsito en esa franja.
El caso más emblemático es el del puente Limoncillo, en el kilómetro 61. No podíamos incorporar un cuerpo adicional del puente porque el propietario indicaba que no había anotación a favor del Estado. Y así hay otros predios que afirman que la carretera atraviesa su finca sin estar registrada.
¿El Estado cuenta con documentación que respalde el derecho de vía?
— Sí, existe documentación. Caminos la trasladó al participante privado para resguardar el derecho de vía. Pero el problema es que no está inscrito en el Registro de la Propiedad, lo que impide defenderlo legalmente frente a terceros. Ese es un vacío legal que complica la ejecución de proyectos.
¿Cómo se ha manejado el aspecto financiero del proyecto?
— El proyecto tiene un cierre financiero de USD 154M, 100% capital privado. Desde ANADIE resguardamos que los cambios no afecten ese cierre, para evitar modificaciones en la tarifa o el canon que recibirá el Estado. Por eso existen métricas financieras que monitoreamos constantemente: inflación, sobrecostos, plazos. Todo forma parte de la matriz de riesgos.
¿Qué porcentaje de avance físico tiene la obra?
— Llevamos aproximadamente un 11% de avance. Hemos enfrentado dificultades con licencias municipales, ambientales, y normativas que exigen transversales cada 250 metros. Las condiciones de la carretera de hace 10 años no son las mismas que hoy. Todo eso ha generado un desfase.

¿Cómo evalúa el ritmo del proyecto? ¿En qué color pondría el semáforo?
— Yo lo pondría entre amarillo y rojo. Pero creemos que una vez se solucionen los problemas, el participante privado podrá acelerar. Él tiene el dinero, puede reforzar frentes de trabajo, duplicar jornadas, hacer turnos nocturnos. Eso no ocurre en obra pública tradicional.
¿El plazo de entrega sigue siendo julio de 2026?
— Sí. El contrato fue aprobado por decreto, y no podemos modificarlo de oficio. Lo que sí podemos hacer es prever alternativas ante conflictos, documentarlas y discutirlas técnicamente. Actualmente, estamos en observación constante de estos temas.
¿Cuál es la idea general del proyecto del Centro Administrativo del Estado?
— Originalmente, se planteó albergar cuatro torres para funcionarios públicos. Hoy, el proyecto ha evolucionado. Ya no se trata solo de edificar torres, sino de reducir rentas estatales, mejorar la prestación de servicios y garantizar operación y mantenimiento de alto nivel.
Además, se incorpora el patrimonio industrial de los patios de FEGUA. Queremos resguardarlo, abrirlo al público, convertirlo en un centro cultural. También apostamos por la arquitectura actual y por integrar el proyecto al corazón de la ciudad: el centro cívico.
¿Cuántos empleados se espera que albergue?
— Aproximadamente 12,000. Aunque parezca poco, cuando se considera la operación, el mantenimiento y la prestación de servicios en un solo lugar, los números toman gran significado. Y al sumar el componente patrimonial, el modelo APP se vuelve aún más valioso.

¿Qué inversión requerirá el proyecto?
— La inversión estimada es de USD 270M. Aún estamos recalibrando la cifra, especialmente porque el estudio patrimonial podría modificar el monto. Tendremos que analizar si ese valor se agrega al CAPEX, si lo asume el Estado o si se incorpora como parte de la APP.
¿Dónde se desarrollará el proyecto?
— En la antigua Estación Central de Ferrocarriles de FEGUA. El 60% del área ha sido destinada al proyecto, y el 40% a conservación. Dentro de esa conservación están los elementos de patrimonio industrial que deben ser puestos en valor.
¿Cómo se ha blindado ANADIE frente a la corrupción?
— La agencia ha sido construida con profesionales de altura. Los procesos tienen trazabilidad técnica, jurídica y financiera. Además, muchas condiciones técnicas vienen de firmas internacionales reconocidas, que pasan por procesos de precalificación. La banca multilateral también juega un rol clave, porque es quien coloca los recursos.
No incorporamos proyectos sin viabilidad técnica. Cada APP incluye un análisis de valor por dinero y un comparativo con obra pública. Cuando esos requisitos se cumplen, sabemos que vamos por un camino transparente.
¿La reforma legal que elimina la aprobación en el Congreso ayuda?
— Sí. La reforma contempla nuevos estudios que fortalecen el sistema APP y refuerzan la transparencia. Permite que los proyectos avancen con mayor agilidad, bajo estándares técnicos y jurídicos sólidos.
¿Algo que quisiera agregar?
— Hay todo un ecosistema para desarrollar infraestructura en el país. Tenemos diferentes alternativas. A través de las reformas, ya hay muchos sectores hablando de concesiones y APP. Lo veo en el Organismo Legislativo, en el Gobierno Central. Me parece que esa puede ser la ruta para un cambio definitivo.
El Estado no tiene todos los recursos para invertir en la infraestructura que necesita. Necesita apalancarse con el sector privado para poderlo lograr. Eso puede hacerse de muchas formas: con participación total del privado, con esquemas mixtos, o incluso con modelos como el de Perú, que incluyen pagos por impuestos.
Lo importante es que los modelos sean transparentes. La bancarización del dinero —saber de dónde viene la plata con la que se construye— pone todo en otro contexto. Y cuando hablemos más del modelo y de sus consideraciones financieras, podremos avanzar como país.
Fotos: Cortesía / República
Isabel Ortiz
Nuevos semáforos de la ciudad siguen en amarillo
603 palabras | 3 minutos de lectura

En Ciudad de Guatemala, los semáforos ya no son los mismos. Brillan nuevos, altos, con cámaras que vigilan desde lo alto y cajas metálicas que prometen inteligencia. Pero el tránsito sigue igual. O peor. La promesa de modernización aún no se cumple, y mientras tanto, los conductores siguen esperando frente a luces que no piensan.
La historia de este cambio no comenzó este año. En 2005 y luego en 2010, la Municipalidad de Guatemala firmó acuerdos de cooperación con el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). Aquellos convenios se convirtieron en la base para impulsar proyectos de modernización urbana, incluyendo la red semafórica. Con regulaciones internacionales en la licitación, se trazó una ruta técnica para transformar la forma en que la ciudad gestiona su tránsito.
En 2021, la comuna relanzó la iniciativa: reemplazar todos los semáforos del área metropolitana por dispositivos más modernos, capaces de responder al flujo vehicular en tiempo real. Pero la pandemia de covid-19 detuvo el avance. La idea quedó en pausa, hasta que en febrero de 2025 comenzaron a verse los primeros cambios en las calles: postes nuevos en la Reforma, cajas electrónicas en la zona 9, fibra óptica en la zona 7. La ciudad empezó a transformarse, aunque sin saber cuándo terminaría de hacerlo.
A mediados de año, los semáforos ya estaban ahí. En más de 70 intersecciones, visibles, instalados, listos. Pero no encendidos. Según la planificación técnica, el sistema requiere pruebas, calibraciones y conexión con el Centro de Control Integral de Tránsito (CCIT). La primera fase duraría 45 días. Luego vendrían otras ocho. En total, 28 meses de implementación. Pero en la calle, el tiempo se mide distinto.
En las zonas 1, 4, 9 y 10, donde el tránsito es más denso, la infraestructura ya está colocada. También se han instalado cámaras en al menos 50 intersecciones. El convenio con la plataforma Waze for Cities promete mejorar la planificación de movilidad. Pero sin activación, todo sigue siendo potencial.
Un sistema en pausa
Desde la calzada San Juan, los comentarios comenzaron a aparecer. “Me estoy haciendo el doble de tiempo”, escribió un usuario. “Hoy salí 30 minutos antes, voy igual”. Otros hablaron de banquetas rotas, de semáforos para bicicletas sin ciclovías, de tecnología que no conversa con la ciudad real. “Ahhh, pero son ‘inteligentes’”, ironizó otro.
El alcalde de Mixco, Neto Bran, también se pronunció. En redes sociales, denunció que las pruebas del sistema estaban provocando caos para los vecinos que se dirigen a la capital. “Fue horrible”, escribió. “Tuve que irme a meter con mis policías de Mixco a regular la 37 para poder generar circulación”.
Se intentó contactar a la Municipalidad de Guatemala para conocer detalles sobre el avance del proyecto, los resultados de las pruebas y la fecha estimada de activación. No hubo respuesta.
Mientras tanto, los semáforos siguen ahí. No están apagados, pero tampoco están encendidos del todo. No están en rojo, pero tampoco en verde. El proyecto sigue en luz amarilla. Y la ciudad también.
La red semafórica anterior funcionaba con tiempos fijos, sin capacidad de adaptación ni comunicación entre dispositivos. La programación era manual, y el sistema mostraba serias limitaciones frente a los más de 650 mil vehículos que circulan diariamente en el área metropolitana. La nueva apuesta busca cambiar eso: detectar densidad vehicular, ajustar tiempos de luz en tiempo real, priorizar rutas congestionadas y ciclistas, y reducir hasta en 25% el congestionamiento.
La ciudad observa. Algunos celebran la modernización. Otros cuestionan la ejecución. Y muchos simplemente esperan que el sistema funcione. Que los semáforos piensen. Que la luz cambie.
Por ahora, hay semáforos. Pero no del todo inteligentes.
UN MENSAJE DE GENTRAC
GENTRAC marca la ruta empresarial con integridad

La confianza y la transparencia marcan el nuevo rumbo empresarial en Guatemala. GENTRAC obtuvo la Certificación GuateÍntegra Anticorrupción, un sello que valida su compromiso con la integridad. Este reconocimiento fortalece su liderazgo, eleva estándares y proyecta un mensaje de responsabilidad al mercado en el que participa.
Es noticia. La obtención de la Certificación GuateÍntegra por parte de GENTRAC consolida a la empresa como referente en ética corporativa. En un entorno donde la confianza es escasa, el compromiso anticorrupción fortalece su posición competitiva.
La certificación promueve una cultura de cero tolerancia a la corrupción. Alinea prácticas empresariales con estándares internacionales de integridad y legalidad.
Para GENTRAC, la transparencia se traduce en seguridad para clientes, proveedores y colaboradores, que encuentran certeza en sus procesos y decisiones.
El reconocimiento representa también un activo reputacional. Se proyecta así la compañía como un socio confiable dentro del mercado nacional e internacional.
Si desea conocer más, lo invitamos a ingresar al siguiente enlace.
India 1997: crónica de un desconcierto feliz
1475 palabras | 8 minutos de lectura

Llegué a India pensando en contar historias, pero pronto descubrí que era ella quien escribiría la mía. Calles ensordecedoras, colores desbordantes, calor sofocante, multitudes y mercados caóticos me pusieron a prueba a cada instante. Fue un viaje intenso, tan desafiante como fascinante, que terminó convirtiéndose en la gran aventura de mi vida.
La agencia de prensa nos envió a Isabel, mi compañera de proyecto, y a mí a cubrir los 50 años de independencia. Tras las primeras dificultades de adaptación, llegó un tiempo de sorpresa y entusiasmo. Nos sostuvo siempre el humor compartido y el deseo de descubrir el subcontinente.
Aterrizamos en mayo en Nueva Delhi, entre retratos de Mahatma Gandhi y Jawaharlal Nehru que evocaban la independencia del Reino Unido. Pero la partición de 1947 dejó un millón de muertos y millones de desplazados. Hoy, India y Pakistán, ambos convertidos en potencias nucleares, aún se disputan Cachemira.
Los discursos oficiales hablaban de democracia consolidada y progreso económico. Para escuchar la otra versión bastaba charlar con un taxista: “Independencia significa que podemos elegir a nuestros políticos… pero todos roban”.
El primer ministro I. K Gujral encabezaba un gobierno de coalición con apoyo externo del Partido del Congreso. Su política exterior, la Doctrina Gujral, buscaba mejorar las relaciones con los vecinos de Asia Meridional.
En julio asumió K. R. Narayanan, el primer presidente dalit (intocable). Un hecho histórico en una república marcada por una sociedad de castas. Un sistema de cuotas buscaba reparar siglos de exclusión. Esto provocaba tensiones con otras castas que se sentían desplazadas.
En la Vieja Delhi reinaba el caos: mercados atiborrados, mendigos, encantadores de serpientes, monos y, sobre todo, vacas famélicas que detenían el tráfico con su calma sagrada. Los rickshaws, rápidos y baratos, eran traqueteo, humo y regateo constante, más que transporte, una inmersión cultural que siempre nos hacía reír. El Estado se imponía en monumentos como el Rajpath, la gran avenida ceremonial heredada del poder británico. Allí, cada 26 de enero, tanques, soldados y bailarines desfilaban en el Día de la República.

Los edificios coloniales se alzaban como recordatorio de que la historia nunca desaparece del todo. En Connaught Place visitamos librerías donde se podía encontrar desde Tagore hasta Naipaul. Mientras explorábamos la capital, conversamos con miembros del gabinete y analizamos la estructura empresarial. Uno de los ministros a los que entrevisté era dalit.
Nos desplazamos al joven estado de Haryana, vecino de Delhi. En 1997 era ya un polo industrial emergente. La ciudad de Gurgaon se perfilaba como centro de negocios.
Hubo momentos para el ocio que aprovechamos a fondo. A orillas del Yamuna, en Agra (estado de Uttar Pradesh), visitamos el Fuerte Rojo y el Taj Mahal, que, más que un monumento al amor, recuerda que la historia india está entrelazada con el islam, el mestizaje y las dinastías mogolas.
En Jaipur, la “ciudad rosa”, admiramos el Hawa Mahal, el Palacio de los Vientos. Levantado en 1799, su fachada de panal rosa con más de 900 ventanas permitía a las mujeres del harén observar la vida urbana sin ser vistas. Con su código de honor, sus fortalezas y palacios, los rajputs marcaron la historia de Rajastán. Muchos rajás cedieron voluntariamente sus privilegios para integrarse a la India contemporánea, en un mosaico de pactos, tensiones y acuerdos, donde el romanticismo de los elefantes decorados ocultaba las luchas de poder.
En Varanasi fuimos testigos del profundo peso de la religión hindú. La antigua Benares, considerada ciudad santa y la más antigua habitada de India, se extiende a orillas del Ganges, el gran río sagrado. Navegamos en barca de madrugada para contemplar el amanecer, entre ghats con piras de cremación, peregrinos en sus baños rituales y templos que resonaban con mantras.
Resultó chocante constatar la incesante discriminación hacia la mujer. Aunque la Constitución garantizaba igualdad, los avances eran lentos: matrimonios concertados, dotes, desigualdad laboral y violencia doméstica seguían presentes. Presenciamos parte de una de esas bodas: días de festejos, banquetes interminables y un colorido que transformaba la ceremonia en un verdadero teatro.
En la capital celebramos el gran día. El 15 de agosto de 1947 Nehru había proclamado la independencia. Sus palabras imperecederas: “En el toque de la hora de medianoche, cuando el mundo duerme, India despertará a la vida y a la libertad”.
Fuimos “invitados de honor” del Ministerio de Asuntos Exteriores a una recepción en el emblemático Hotel The Ashok. En el salón de banquetes nos sentimos pequeños y, a la vez, privilegiados. Tras la cena, salimos a la terraza para contemplar cómo los fuegos artificiales iluminaban Delhi, el cierre perfecto de una velada que jamás olvidaré.

En Bombay —oficialmente Mumbai— exploramos el centro financiero de la capital de Maharashtra. Dialogamos con C. Rangarajan, gobernador del Reserve Bank, con el presidente de la Bolsa y con numerosos banqueros y empresarios. También conocimos a Nani Palkhivala, brillante jurista, orador y exembajador en EE. UU., defensor de la Constitución y la economía liberal, quien me obsequió algunos de sus libros dedicados.
Hablamos con Naresh Goyal, fundador de Jet Airways, y entrevistamos a Y.S.R. Prasad, pionero en reactores atómicos, y al Dr. Chidambaram, director del programa nuclear civil y militar. Nos trasladamos a Pune, donde la fábrica Bajaj Auto, bajo Rahul Bajaj, impulsaba la movilidad de las clases media y rural. Entre rascacielos y barrios marginales, se veía la dualidad del país: democracia y progreso, pero con pobreza persistente.
La agencia nos hospedó en el icónico hotel Taj Mahal. Allí nos hablaron de la historia del establecimiento. Incluso nos mostraron las suites que ocuparon los Beatles cuando visitaron el país.
El torbellino inabarcable de Bombay desplegaba su doble cara. La riqueza colonial en la Puerta de la India, la estación Victoria Terminus con su arquitectura gótica y el Marine Drive: único lugar de reunión sin jerarquías para mirar el mar. Y, al mismo tiempo, infinitas barriadas pobres sin servicios básicos y un hedor insoportable.
En septiembre estallaba un fervor colectivo durante el Ganpati Festival, celebración dedicada al dios elefante Ganesha, señor de la sabiduría. Las calles se llenaron de procesiones con enormes figuras pintadas de colores.
No olvidamos Bollywood, la gigantesca industria cinematográfica en hindi, aunque gran parte del cine popular del subcontinente se hace en maratí, tamil, telugu, bengalí, canarés y malayalam. Fuimos al cine: tres horas de melodrama, canciones, acción y comedia, aunque para nosotros lo más fascinante fue observar al público aplaudir, gritar y bailar en la sala. Trasladarnos en ferry a la isla de Elefanta nos dio un respiro, entre cavernas talladas y colosales estatuas de Shiva de más de mil años, donde el tiempo parecía detenido.
En otra excursión disfrutamos de las playas de Goa, menos turísticas entonces, donde la huella portuguesa se percibía en iglesias, basílicas, nombres de calles y cocina. Nuestra siguiente etapa nos llevó a la pujante Hyderabad, con su herencia musulmana mostró la fortaleza de Golconda y la visión empresarial de Chandrababu Naidu, chief minister de Andhra Pradesh, impulsor de la tecnología y la informatización que consolidó “Cyberabad”.

En Madrás (hoy Chennai), capital de Tamil Nadu, descubrimos el sur: orgulloso de su lengua, cultura y dioses, con una comida aún más picante que la del septentrional. Mientras el norte es mayoritariamente ario, el sur es dravidiano, con tensiones latentes: “nos gobiernan en hindi, pero soñamos en tamil”, nos confesaron.
Cuando llegamos a Bangalore, capital de Karnataka, ya se hablaba del “Silicon Valley de la India”. El chief minister J. H. Patel nos contó que bajo su liderazgo se logró atraer empresas como Infosys y Wipro, cuyos ejecutivos también entrevistamos. Presenciamos la transformación de un país agrícola en potencia tecnológica, un cambio de paradigma matizado por la permanente pobreza.
En tren nos trasladamos a Mysore. El vagón era un microcosmos: familias compartiendo fruta, vendedores, estudiantes y viajeros que nos preguntaban de dónde veníamos con naturalidad. La “capital del sur”, con su imponente palacio, herencia de los maharajás, nos recibió con un aire más calmado que el frenesí de Bangalore.
India revela una diversidad religiosa asombrosa. Los dioses del hinduismo —mayoritario— se multiplican en templos y calles; Vishnu, Shiva, Durga… y Hanuman, el dios mono, símbolo de fuerza y mi favorito. Hinduismo y budismo comparten orígenes comunes. Los musulmanes, con más de 200 millones hoy, constituyen la segunda comunidad más grande del mundo. Al norte, los sijs se distinguen por su porte, turbantes impecables y barba larga, combinando devoción religiosa con valentía marcial. Los cristianos, alrededor de 20 millones, se concentran en Kerala, Tamil Nadu y Goa. En Bombay conocimos a los parsis, descendientes de zoroastrianos que huyeron de Persia hace siglos.
Es imposible resumir India. Durante nuestra estancia compré tantos libros que en Madrás decidí enviarlos a casa por barco. Cincuenta años después de la independencia, encontramos un país debatiéndose entre actualidad y tradición, esperanza y frustración, diversidad y fragmentación. Aquel aniversario era, y sigue siendo, un proceso vivo, inmenso, contradictorio y fascinante… como la propia India.
Natalie Chang
La anunciada paz que no llega para la guerra de Ucrania-Rusia
1605 palabras | 8 minutos de lectura

El conflicto que nunca debió materializarse se ha convertido en la mayor encrucijada geopolítica de nuestro tiempo. Tres años y medio después de la invasión rusa en febrero de 2022, la guerra en Ucrania no solo ha devastado al país y erosionado a la Federación Rusa, sino que también ha transformado el orden de seguridad global, arrastrando a Occidente a una guerra by proxy con Moscú, donde EE. UU., la Unión Europea y sus aliados sostienen a Kiev frente a una Rusia respaldada por China, Irán y Corea del Norte.
Dicha guerra, sin embargo, pudo evitarse. Esta es el resultado de fracasos acumulados como la frustrada intención de Rusia para influir en Ucrania, la de Kiev y sus aliados para disuadir al Kremlin, y la ruptura del diálogo estratégico entre Moscú y Washington.
El costo humano y la magnitud del desgaste
Lo que en el Kremlin se imaginó como una operación relámpago para someter a Kiev y reemplazar a su Gobierno por uno más afín, se transformó en una guerra de desgaste sin horizonte de resolución. En junio de 2025, el Center for Strategic and International Studies (CSIS) de Washington estimó que las bajas militares rusas se registrarían en aproximadamente el millón de personas durante el verano, mientras que las ucranianas ascenderían a unas 400 000, con entre 60 000 y 100 000 soldados muertos desde 2022. A esta devastación militar se suman 13 300 civiles asesinados y más de 31 700 heridos, en su mayoría dentro de Ucrania.
El impacto humano ha sido descomunal, puesto que más de un tercio de la población ucraniana ha sido desplazada —ocho millones huyeron al extranjero y un número similar fue desplazado internamente—, en contraste a Moscú, que deportó a 1.6 M de ciudadanos, incluidos 260 000 niños, en un patrón que la Corte Penal Internacional calificó como crimen de guerra en 2023.El conflicto ya es la guerra más mortífera en Europa desde 1945.
A ello se suma el costo financiero que ha representado con USD 300 000 M invertidos, de los cuales EE. UU. ha aportado alrededor del 43 %, sin que la consolidación de la paz tenga un camino claro. Los costos económicos son colosales, con Ucrania acumulando más de USD 500 000 M en infraestructura destruida, mientras Rusia ha invertido más de USD 200 000 M en sostener su maquinaria bélica bajo el peso de sanciones que han repercutido —aunque levemente— su economía, pero han profundizado su dependencia de China.
En este tablero, ninguno de los actores se perfila con la disposición a ceder ante las peticiones de la contraparte. En el caso de Kiev, el conflicto es una lucha crucial por su soberanía y la identidad nacional; para Moscú, representa un pulso estratégico que condiciona la supervivencia del régimen y la preservación de su espacio vital frente a la OTAN, sumado a intereses económicos de la zona. Para ambos, cualquier concesión sería percibida como una derrota histórica a raíz del costo significativo que ha tenido la guerra a nivel político, social y económico.
El trasfondo estratégico
La guerra en Ucrania no se explica únicamente desde la óptica militar, sino como parte de una disputa histórica, territorial y geopolítica. La anexión de Crimea en 2014 fue solo el preludio de un proyecto más ambicioso de Vladimir Putin: asegurar acceso directo al mar Negro, retener el Donbás —rico en recursos energéticos y minerales— y frenar la incorporación de Kiev a la órbita euroatlántica. Para Moscú, la integración a la OTAN significaría la pérdida definitiva de la “zona de amortiguamiento” frente a Occidente y, con ella, la erosión de la Doctrina Primakov y de la narrativa nacionalista rusa.
El control del mar Negro constituye un objetivo central en la estrategia de Putin, al ser simultáneamente un campo de batalla y un pulmón comercial. Este representa la única salida marítima de Rusia hacia aguas cálidas, la puerta al Mediterráneo y un corredor que facilita tanto la exportación de cereales e hidrocarburos, como la proyección militar hacia Europa del Sur y Medio Oriente. Crimea, con la base naval de Sebastopol, es la joya estratégica que asegura esa proyección.
Para Ucrania, la guerra es una cuestión de supervivencia, donde ceder soberanía implicaría no solo sacrificar su identidad nacional, sino perder una fuente de ingresos que enriquecería Rusia. Ante ello, Volodymyr Zelenski insiste en recuperar todas las regiones ocupadas, incluida Crimea, pues retener la costa y puertos como Odesa sostiene la economía nacional, asegurando ingresos fiscales.
Por otra parte, el Donbás representa un enclave estratégico y simbólico con minas de carbón, reservas de gas y un tejido industrial vital; codiciado por ambas partes. Para Putin, dominar Donetsk y Luhansk neutraliza a Ucrania, frena su integración a Occidente y le permite presentar una “victoria” interna que justifique el costo de la guerra. Para Zelenski, perderlo sería una derrota moral y estratégica, con graves consecuencias económicas y de seguridad.
Occidente y el costo económico
La guerra en Ucrania ha transformado la seguridad europea, enterrando la Ostpolitik y la dependencia energética de la región en Moscú. La UE cortó importaciones de petróleo y carbón rusos, mientras Alemania envió tanques Leopard 2, simbolizando la ruptura con el Kremlin —y de su dependencia energética del gas ruso—. Esto ha representado un costo significativo en la región, ya que Europa pagó un elevado precio por sustituir el gas ruso, mientras Moscú reforzó lazos con China e India para eludir sanciones.
La OTAN ha cruzado todas las “líneas rojas” con sistemas antiaéreos, drones de largo alcance y aviones F-16 para frenar a Rusia. Este respaldo, vital para Kiev, enfrenta crecientes tensiones entre Europa y EE. UU., mostrando fatiga de un desgaste económico y militar, donde Trump ha condicionado la ayuda a mayores aportes financieros de sus aliados; con una ampliación del aporte para el financiamiento del bloque de un 2 % al 5 % de su PIB.
Sin embargo, Washington y Kiev firmaron en mayo de 2025 un acuerdo para explotar petróleo, gas y minerales estratégicos —litio, titanio y tierras raras— mediante un fondo conjunto de USD 75 M por parte. El pacto, modificado tras tensiones con Donald Trump, otorga a EE. UU. acceso preferencial a nuevas licencias. Para Ucrania, más que un contrato comercial, es un salvavidas político que asegura el apoyo de la Casa Blanca, aunque requiere de ratificación parlamentaria.
Donald Trump y la paz imposible
El regreso de Donald Trump a la Casa Blanca en 2025 reavivó la expectativa de una paz inmediata en Ucrania. Su promesa electoral de resolver el conflicto en “24 horas” se apoyaba en su relación personal con Vladimir Putin y en la idea de condicionar la ayuda militar a Kiev a cambio de concesiones territoriales. No obstante, esto no sucedió y todos los intentos de Washington han relucido por su ineficacia o resultan sombríos debido a la falta de concreción.
En respuesta, Trump ha planteado que el golpe más efectivo para lograr una resolución del conflicto contra Moscú no sería militar, sino económico, al cortar por completo la compra de crudo ruso. Dado que privar al Kremlin de sus ingresos energéticos —con los que financia gran parte de la guerra— debilitaría su capacidad de sostener la maquinaria militar.
Incluso, ha hecho efectivas sanciones a India por seguir adquiriendo petróleo ruso, en un intento de mostrar severidad y credibilidad internacional, luego de reiteradas amenazas como aranceles secundarios del 100 % que nunca se materializaron. Sin embargo, esta estrategia enfrenta obstáculos, la resistencia de China e India a sumarse a un boicot energético, la negativa categórica de Zelenski a ceder soberanía y la habilidad de Putin para mantener el pulso político interno pese a los costos.
Trump, que busca reivindicarse con una victoria diplomática en medio de tensiones políticas internas, persigue un alto el fuego que le asegure protagonismo sin enemistarse del todo con Moscú. Por su parte, se espera que Putin intente alcanzar una resolución del conflicto durante el mandato de Trump, consciente de que las elecciones legislativas de 2026 podrían limitar la capacidad de maniobra del presidente estadounidense.
Escenarios para un fin de la guerra
El horizonte más probable no apunta a una paz inmediata, sino a un congelamiento del conflicto en líneas estables, con Rusia afianzando los territorios ocupados y Ucrania obteniendo garantías de seguridad externas. Este desenlace mimetiza lo ocurrido en la península coreana, un armisticio prolongado que posterga indefinidamente la resolución definitiva. Un segundo escenario, menos probable, pero más peligroso, sería la extensión de la guerra hacia Polonia o los países bálticos, lo que podría activar el Artículo 5 de la OTAN y detonar una confrontación directa con Moscú. Ese riesgo quedó expuesto en la reciente incursión de drones, frente a la cual Occidente respondió con visible inacción.
Por último, el escenario más deseable —una negociación gradual con treguas parciales, intercambios de prisioneros y acuerdos sectoriales— sigue siendo improbable ante la intransigencia de las partes. Ahora bien, una cesión territorial, aunque tentadora para Trump como vía rápida hacia la paz, equivaldría a legitimar la conquista armada y abriría un precedente peligroso en el orden internacional, alentando a potencias revisionistas como sería el caso de China con Taiwán.
No obstante, Washington, pese a su apoyo firme a Kiev, debe mantener un enfoque pragmático con Moscú, evitando empujarlo hacia una dependencia total de Pekín, lo que consolidaría una alianza estratégica entre sus dos mayores rivales en capacidad militar.
En este contexto, la guerra se perfila como un prolongado pulso geopolítico, donde un alto el fuego estable, más que una paz duradera, emerge como el desenlace más probable en un futuro cercano.
![]() Por: Glenda Sánchez | ![]() Por: María José Aresti y Miguel Rodríguez |



