Aulas sin maestro, ¿y Joviel...? ¡Bien, gracias!

¡Buenos días!

Leer para sobrevivir. Durante su visita a Guatemala, Irene Vallejo compartió las ideas centrales de El infinito en un junco, su ensayo sobre la historia del libro. Reflexionó sobre la lectura como refugio, resistencia y memoria. También abordó temas como la censura, la inclusión y el poder transformador de las palabras.

La huelga que les deja sin futuro. En San José Pinula, cada mañana decenas de madres llegan a la escuela sin saber si habrá clases. Mientras el paro magisterial se alarga, crece la frustración y el cansancio. Detrás de la rutina, hay historias de dolor y lucha silenciosa. Son madres que, sin ser escuchadas, insisten en exigir lo más básico: educación para sus hijos.

Confidencial por conveniencia. El Ministerio de Educación, la Corte de Constitucionalidad y la Corte Suprema de Justicia jugaron su parte: juntas blindaron con formalismos un pacto colectivo que debía ser público. Lo hicieron en nombre de una “confidencialidad” que no resiste el más mínimo examen legal. El resultado: opacidad institucionalizada.

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FILOLOGA Y ESCRITORA ESPAÑOLA

Irene Vallejo:

En los libros se manifiesta el claroscuro humano

Por: Marcos Jacobo Suárez Sipmann y Miguel Rodríguez

Entre códices, bibliotecas y relatos prohibidos, la autora de El infinito en un junco y ganadora del Premio Nacional de Ensayo 2020, explora la historia del libro como un mosaico de refugio, resistencia y debate. En esta entrevista con República, desvela cómo los libros narran nuestra humanidad y por qué urge desideologizar nuestra mirada al pasado.

¿En qué momento y cómo se dio cuenta de que la historia del libro era, a su vez, materia para un ensayo?

— En realidad, la historia del libro y de la lectura fue mi tema de investigación en la universidad. Mi tesis doctoral tiene que ver con esta cuestión, aunque más centrada en el canon literario. Como filóloga clásica siempre me había interesado el origen del mundo literario que ahora conocemos, de la literatura, los escritores, las librerías, del comercio de libros, las bibliotecas, de esas realidades que hoy damos por sentadas, pero que en algún momento hubo que inventar.

Estudié durante una década esa historia. Fue, en buena medida, debido a mi lectura de Alberto Manguel. Su obra me descubrió la dimensión histórica de  la cuestión. Me abrió la perspectiva de que los libros y la lectura no han sido idénticos a lo largo del tiempo. Su evolución cuenta, asimismo, una crónica íntima de la humanidad. 

¿Si tuviese que elegir un pasaje que pudiera definir como el corazón de El infinito en un junco, cuál sería?

— El hilo conductor es la Biblioteca de Alejandría. Se mantuvo viva durante más de mil años y constituye un fragmento enorme de nuestra historia. Su adaptación y declive final. Era esa especie de centro, de corazón.

También está el episodio del acoso escolar que sufrí. Puede parecer que no hay ningún nexo entre biblioteca y ese acoso. Sin embargo, para mí fue el ejemplo de cómo en los momentos difíciles y traumáticos, los libros se convierten en refugios. Alejandría es como el gran refugio. Allí fueron a parar todos los libros y se convirtió en una especie de gran espacio de polifonías, búsquedas donde se cultiva la curiosidad y se intenta que las obras sobrevivan a las mareas destructivas del tiempo. En esos años de acoso me sentí como una refugiada en ese recinto. La biblioteca es el símbolo, el mito de Alejandría que sigue vivo.

¿Qué diferencias observa entre el papel del narrador en la novela histórica y el ensayo? 

— El Infinito en un junco fue mi primer ensayo, más allá de las publicaciones académicas de investigación universitaria. Es un libro fronterizo entre la narración y lo que entendemos por ensayos. De hecho, el principio del prólogo está construido para trastocar las expectativas que se tienen del comienzo de estos.

Intenté construir un ensayo experimental, distinto, un conjunto de historias que se entrelazan en el tiempo. Es esa sensación de mosaico que, pieza a pieza, semeja caótico, pero en conjunto narra una historia más amplia. Busqué una voz íntima, más personal, cuando habitualmente entendemos que el ensayo debe ser intelectual, distanciado, objetivo.

Ahondando en estilos, ¿fue Heródoto el primer periodista y su Historia el primer reportaje de la literatura universal?

— Sí, por eso, introduje el libro del periodista polaco Ryszard Kapuscinski. Más que un homenaje, porque Viajes con Heródoto está trufado de ellos, quería rescatar el personaje de Heródoto y recomendar sus historias. Quizá porque al ser extensas hay reparo ante su lectura. No obstante, son muy entretenidas, incluso apasionantes.

Él es el primero que escribe con una curiosidad sin fronteras; le interesa conocer la versión de los hechos del otro. Es quizá el primer libro de historia universal, el enfrentamiento entre griegos y persas, con sus precedentes. Se remonta al origen de las civilizaciones, pero no desde una posición de superioridad o de chauvinismo.

¿Le sorprendió la buena recepción de la obra en Hispanoamérica? 

— Sí, es un libro sobre el mundo antiguo solo superficialmente. En realidad, trata del presente a través de ese viaje al pasado donde encuentro los orígenes del mundo actual. Considero importante volver al inicio porque esa perspectiva resalta una huella indeleble en todo el proceso.

Había una tercera parte que la editorial me aconsejó eliminar. Hablaba del final de la historia manuscrita de los libros. Trataba la etapa medieval que incluía el islam con su traducción y reelaboración de las obras clásicas. Lo hace, sobre todo, en Toledo y otros centros desde donde vuelven a Europa tras un largo camino. Incluía, asimismo, otras tradiciones como la china. Los códices mesoamericanos y los quipús incaicos.

¿Sirve el libro para unir ambas orillas del Atlántico? 

— Hay una reflexión sobre cómo, a través de la colonización y las invasiones, la irrupción del alfabeto latino se ha sentido en algunos imperios como imposición y un intento de suprimir tradiciones, sistemas de escritura, idiomas y otros bagajes. Una historia terrible de la destrucción de los códices mesoamericanos por los españoles que conocían perfectamente su valor.

El choque, la dominación y la imposición, fueron evidentes. Pero el alfabeto es tan versátil que también permitió que ciertas historias, leyendas y narraciones sobrevivieran gracias a los libros. También hubo personas sensibles que se dedicaron a conservarlas. En los libros se manifiesta el claroscuro humano. Tampoco puede afirmarse que sean necesariamente benéficos, ya que muchos son dañinos y transmiten mensajes de odio, racismo, de propaganda y supremacismo. 

¿Siente una responsabilidad de visibilizar el papel de las mujeres en la historia de la literatura?

— Estudiando Historia Antigua y Filología me preguntaba: ¿dónde están las mujeres? Todos los grandes autores clásicos —con excepción de Safo— eran hombres. Los trágicos, los historiadores, los filósofos…  

Al investigar, algo faltaba. Cuando hablaba de un sujeto, nunca sabía si incluía a las mujeres o las dejaba fuera. Del mismo modo, qué pasaba con los esclavos y con determinadas zonas geográficas. Empecé a reflexionar y tirar del hilo. Si las mujeres estaban ahí, ha tenido que quedar algún resto en las fuentes. Había que releer a historiadores, eruditos, enciclopedias antiguas, recurrir a los testimonios de la vida cotidiana. El recogerlos puede ayudarnos a averiguar qué pasaba y dónde quedaban las mujeres, los esclavos, determinadas poblaciones… 

Afirma que la lectura es un acto de resistencia, ¿cómo ve este acto en las dictaduras de Latinoamérica y España?

— Todavía tengo recuerdos familiares de mis padres comprando libros prohibidos en las librerías. Aquellos que no se podían mostrar en ellas. Los tenían escondidos. Tenían que ganarse la confianza del vendedor para acceder a dónde los guardaba y cómo los transportaban a casa. Era peligroso tanto el comprarlos como tenerlos en el domicilio. Esos relatos de infancia me impresionaron. Luego he conocido muchos otros en Argentina, en Chile… donde la gente ocultaba, incluso enterraba los volúmenes prohibidos con la esperanza de recuperarlos.

En la guerra civil española, mi abuelo quemó su biblioteca. Temía fuera incriminatoria. No olvidemos las famosas quemas de libros. Las hogueras nazis o las de España. Desde la Antigüedad existe la voluntad de censurar y destruir. Un anhelo de crear una versión única, tanto de la historia como de los acontecimientos. Fue así desde el emperador chino Shi Huan Ti, —mencionado por Borges— que decidió eliminar los libros relativos a sus antecesores.

¿Qué opina sobre la cancelación y la reescritura para adaptarlos a la corrección política? 

— Estoy en contra. Siempre. También de los que pretenden prohibir lecturas. Tendríamos que empezar a leer con profundo sentido crítico, sabiendo que contienen reflexiones, ideas, prejuicios con los que no vamos a estar de acuerdo. Aceptar que no todo nos va a gustar o encantar.

Es absurda esta especie de relato higienizado del pasado. En suma, todo lo que nos puede enseñar la historia. Si retirásemos los libros machistas, ¿qué pasaría? En el fondo, estaríamos dejando el feminismo desubicado históricamente: para qué había servido, por qué nació… No solo estaríamos alterando el pasado, incluso el sentido de las corrientes, revoluciones, rebeldías, movimientos cívicos y derechos civiles. 

¿Debería la Hispanidad verse más como una herramienta cultural? 

— Sí, hay que desideologizar todo lo que tiene que ver con la historia y, en especial, con las lenguas, sometidas a debates y desgarros ideológicos. En España lo estamos viviendo. Se menosprecia la riqueza de las lenguas autóctonas, indígenas u originarias también por esos mismos motivos. Es muy difícil mantener un debate sano.

Siempre insisto en que deberíamos dar la palabra a historiadores y filólogos expertos. Dejamos estos conceptos al albur de discursos políticos con sus propios intereses y agendas. Es muy peligroso dejar que los aspectos históricos, culturales y lingüísticos entren en el debate colectivo, el rifirrafe del momento y las guerras culturales.

¿Qué reflexiones le trae la Biblioteca de Babel de Borges en relación con la sobreabundancia de información en las redes?

— Estamos saturados por la sobreabundancia de estímulos, cuando durante gran parte de la historia era muy complejo acceder a la información. Ahora es el exceso, incluso el hastío. Demasiados impulsos y efímeros. Nada parece asentarse y afianzarse. No abogo solo por los libros, ni niego las pantallas, ni soy apocalíptica. Considero equilibrado tener libros y pantallas. Ambos mundos.  

En ese mundo anticipado por Borges no hemos creado mecanismos para la conservación de lo virtual. Para los libros creamos bibliotecas. En internet y en las redes sociales todo puede perderse. Nadie lo conserva, se está creando y destruyendo a una velocidad acelerada.

¿Qué mensaje daría a los jóvenes?, ¿es verdad que leen cada vez menos? 

— No hay reunión en la que alguien no insista sobre esta idea. Los datos no lo avalan. De hecho, en España en los barómetros de la lectura, niños y adolescentes aparecen como los que más leen. Los adultos leemos menos. Es una especie de menosprecio a determinados grupos lectores, también las mujeres. Hay un desdén injustificado hacia la juventud, cuando esta implica curiosidad y búsqueda. A más lectura, más cultura.

Para muchos las redes sociales son un enemigo y adversario. Sin embargo, en TikTok e Instagram se comparten y recomiendan muchas lecturas. Incluso han convertido libros en éxitos. A las ferias del libro acuden muchos jóvenes. El relevo está. Nunca los lectores hemos sido la mayoría, pero sí lo suficientemente fuertes para mantener viva la lectura.

Fotos: Diego Cabrera/ República

 
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Isabel Ortiz
“Quiero que mis hijos estudien”: madres ante el paro del sindicato magisterial
5 minutos de lectura

Son las 6:50 de la mañana y estoy frente a la Escuela Oficial Urbana Mixta No. 1712, en San José Pinula. La calle está envuelta en neblina, y el frío cala. El silencio domina, roto poco a poco por los pasos y saludos cruzados entre madres que llegan con sus hijos, mochilas al hombro, loncheras en mano y prisa contenida.

Solo 10 minutos después, el lugar cobra vida. Los carros se detienen brevemente. Frente a la iglesia, algunos niños juegan con una pelota, mientras otros corren y ríen, esperando la hora de la entrada.

La fila en la entrada se alarga. Todos aguardan que el reloj marque las 7:30. El ambiente sigue frío. Varias madres arropan a sus hijos o los cargan. Todo transmite rutina, cuidado… y espera.

Donde todo parece normal

Pero debajo de esa rutina hay tensión. Desde hace más de un mes, maestros afiliados al Sindicato de Trabajadores de la Educación de Guatemala (STEG) suspendieron labores para apoyar un paro magisterial.

Si bien piden “mejoras laborales y beneficios para los estudiantes” —seguro médico, alimentación reforzada, uniformes gratuitos—, el objetivo principal es un incremento salarial del 15 %, superior al 5 % que aprobó el gobierno de Bernardo Arévalo. Esa demanda sostiene el respaldo sindical a Joviel Acevedo, quien ha logrado aumentos durante cuatro gobiernos consecutivos.

Mientras tanto, según el Ministerio de Educación, más de 300 000 estudiantes quedan en el limbo. Aquí, cada mañana, madres llegan sin saber si sus hijos recibirán clases. La incertidumbre pesa, junto con la frustración, el cansancio y las preguntas sin respuesta.

Al principio, las madres hablan entre ellas. Pero cuando me acerco, el ambiente cambia. Las sonrisas se apagan. Las respuestas se acortan. La desconfianza es evidente. “¿Cómo la están pasando?”, digo, tímidamente, para aligerar el ambiente.

La pregunta parece sencilla, pero en este contexto tiene otra dimensión. Hay silencio. Luego, una madre se anima. Después, otra. Poco a poco, la conversación fluye. Pasan de madres dejando a sus hijos a mujeres que llevan semanas acumulando tristeza y frustración.

Algunas lloran. Otras tiemblan al hablar. Tienen una necesidad urgente de ser escuchadas. Necesitan desahogarse…

La libreta y el bolígrafo no eran solo herramientas de trabajo, sino parte del acto de estar ahí: de escuchar, de observar con respeto. Tomaba notas, sí, pero más que eso, prestaba atención. Sin micrófono. Sin celular grabando. Solo presencia.

A veces, eso es suficiente para que las palabras empiecen a fluir. 

La primera en hablar es madre de dos niños, en primero y tercero primaria. Aunque sus clases no se han suspendido, la comunicación es errática. Explica que “todo lo mandan por redes”. “Ya no es como antes, cuando lo escribían en la agenda. Si no estás en el grupo de WhatsApp, no te enteras de nada”, agrega.

Sus palabras esconden otra preocupación: entre el trabajo y la falta de recursos, no pueden estar conectadas todo el día. Otra madre baja la mirada cuando le pregunto por las manifestaciones.

— Dicen que si apoyamos a los maestros, apoyamos la educación… entonces, tendría que ser esa —responde, mientras sus manos se aferran con fuerza a un suéter.

Esta es la escuela más grande del municipio. El año pasado tuvo 950 estudiantes. Hoy, los más afectados son los párvulos y sexto de primaria. Luego, cuarto y quinto. Varias aulas siguen vacías mientras avanza el calendario.

Desahogos con voz propia

Me siento junto a ellas, en un borde de cemento. No son bancas, pero sirven. A mi lado, algunas observan desde lejos a sus hijos jugar fútbol o conversar. Las que traen niños de párvulos saben que aún faltan al menos 20 minutos para que puedan entrar.

En ese espacio sencillo y abierto, sentarse juntas fue un momento de quiebre, una señal de que, al menos por un rato, podrían bajar la guardia.

Una madre llama a una conocida. Esta se une al grupo, su rostro refleja cansancio, pero la ternura sigue intacta. Parece una reunión más entre vecinas, pero esta vez hay algo distinto. Las madres que ya han hablado explican por qué estoy aquí. Le dicen que no hay cámaras. Que estoy escuchando su sentir.

— Ella sí viene a contar una historia, le dice una, como invitándola a dar su propia versión.

Y eso basta. La confianza se gana. La prueba de fuego ha pasado. La madre recién llegada empieza a hablar sin rodeos. Le pregunto cómo hace con su hijo. Al final reconoce:

— Me cuesta mucho. Lo que más me frustra son las tareas. No puedo ayudar a mi hijo. Estudié hasta tercero primaria. Me apoyo en una prima o alguien más. Yo no sé cómo enseñarle.

Luego, se une otra madre al grupo. Está claramente muy molesta y frustrada. Lo primero que dice es que ya intentó contar su historia a otros medios, pero nadie atendió a su llamado. Las demás escuchan en silencio su reproche. Asienten. Algunas suspiran.

Dice que tiene dos niñas, cursan párvulos y sexto grado, respectivamente. La menor apenas está aprendiendo las vocales y no sabe contar hasta 10. A pocos metros, juega su hija. Sus rizos castaños brillan con el sol. La madre la observa con amor, y ante su gesto, la niña se acerca para recibir una caricia protectora.

“Las tareas ahora solo son en formato digital. Imprimir todo me cuesta hasta 20 quetzales”, continúa, manifestando su molestia. Le parece un descaro. Con voz afligida, comenta que se siente como si estuviera viviendo otra pandemia. “Es como seguir órdenes sin orden. Sin rumbo”.

— Yo no apoyo a los maestros —confiesa—. No puedo hacerlo.

Cerca de las 7:30 conozco a Ricarda, quien se encarga de abrir las puertas cada mañana. Al verme, me pregunta si busco a alguien. Le confieso que intento hablar con los maestros, pero los pocos presentes no quieren declarar. Entonces, ella decide hacerlo.

Lleva 24 años en la institución. Empezó como cocinera, ganando 27 quetzales diarios. Luego fue conserje, sin salario fijo. Este año, por fin, tiene presupuesto oficial. “Yo no salgo a manifestar. Uno se queda para los niños”, expresa.

Ricarda camina lento, pero cuando deja entrar a un niño, su rostro se ilumina. Una chispa aparece en sus ojos cansados, como si todo valiera la pena.

Pronto, se corre la voz: una periodista está escuchando a las madres. Una de las presentes se acerca a mí, me toma del brazo con delicadeza y dice: “Si buscas una historia, tienes que conocer a esta madre”. Es así como conozco a Patricia.

“Quiero educación para mis hijos”

Patricia ayuda con el transporte escolar. Tiene dos hijos: uno en primero, otro en sexto. Me cuenta que presentó un reclamo a una maestra. Reproduce un audio y reconozco su voz en la grabación:

“Si usted no viene y no se hace responsable, yo no voy a poner a mi hijo a hacer tareas”.

Su hijo estuvo sin clases desde el 26 de mayo hasta la segunda semana de julio. Fueron 43 días. Recuerda que otro niño de quinto grado solo recibió una clase en ese tiempo. Ella tiene claro algo: no quiere seguros ni uniformes, solo educación para los niños.

— Me esfuerzo para que estudien, porque ellos son mi futuro. Y lo que están haciendo… es un robo.

Dice que ha hecho todo lo posible: hablar con la maestra, imprimir tareas, estar pendiente. Pero ya no puede más. “Hasta aquí llegué”, reconoce. Piensa retirar a sus hijos al final del año. No se sabe cuándo terminará el ciclo ni cómo entregarán notas porque no ha habido evaluaciones. Como ella, muchas madres se sienten excluidas. Y la frustración va más allá del paro. Los baños están dañados. El olor es insoportable.

Patricia se pregunta qué pasará con todo ese tiempo perdido. Algunos maestros dicen que manifestar es defender los derechos de los niños. Ella no lo cree.

—¿Qué pasa con el aprendizaje? ¿De qué sirven esos derechos si no se está enseñando nada?

La normalidad regresó —algo— en julio. Pero no es real. Los niños no tienen horarios fijos, solo improvisación. Mientras intenta contener las lágrimas, su voz se quiebra:

— Si tu historia puede ayudarnos a difundir esto… que lo haga. Necesitamos voces. Yo solo soy una mamá que quiere que su hijo estudie.

El silencio que queda

A las 8:00, el bullicio se apaga. Queda solo el silencio. Un silencio denso, como si todo volviera al frío de las seis de la mañana.

El portón se cierra, pero las heridas siguen abiertas. Ese silencio no es solo ausencia de ruido: es el eco de un abandono que pesa en cada rincón de esta escuela, en las aulas vacías y en cada corazón de estas madres.

Madres que no solo ven cómo se les arrebata a sus hijos el derecho a aprender, sino también cómo se apaga la esperanza. Para ellas, la educación no es un derecho más: es la única promesa capaz de romper el ciclo de pobreza y marginación.

Y mientras las puertas permanecen cerradas y las aulas vacías, esas madres siguen allí, firmes, esperando.

Que alguien vea, de verdad, que aquí nadie las escucha. Son las voces que el paro magisterial parece obviar. Una madre puede esperar todo, menos ver a su hijo quedarse atrás.

 
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José Fernando Orellana
El pacto del silencio: Cómo las Cortes y el MINEDUC traicionaron a la república para blindar a Joviel Acevedo

Este gobierno llegó al poder prometiendo transparencia. Hoy, el caso del pacto colectivo del magisterio lo desenmascara: es un gobierno que oculta, que litiga para no informar, que pacta con sindicatos bajo la mesa y que convierte el derecho a saber en una batalla cuesta arriba. La opacidad no es una simple omisión: es corrupción institucionalizada.  

El Ministerio de Educación (Mineduc) mantiene oculto desde hace más de un año el contenido del proyecto de pacto colectivo con el Sindicato de Trabajadores de la Educación de Guatemala (STEG). El documento fue entregado por el sindicato bajo “garantía de confidencialidad”, y con base en esa condición espuria, el Mineduc lo ha negado sistemáticamente a periodistas, organizaciones y ciudadanos. Lo que debió ser público, ha sido blindado con el aval del Ejecutivo y la indiferencia cómplice de la Corte Suprema de Justicia y la Corte de Constitucionalidad. 

Lo del Ministerio de Educación no es un hecho aislado. En semanas recientes, el Ministerio de Economía se ha negado a entregar información sobre las negociaciones con Estados Unidos respecto a los aranceles impuestos a productos guatemaltecos. También el Ministerio de Ambiente ha bloqueado el acceso a información relativa a las conversaciones con líderes indígenas sobre la propuesta de Ley de Aguas. Aunque estos casos puedan parecer menores frente al pacto colectivo, todos revelan el mismo patrón: un gobierno que esconde deliberadamente información que no es clasificada ni sensible, pero que sí es políticamente inconveniente. 

La defensa de la transparencia ha venido, como suele ocurrir en Guatemala, desde la ciudadanía. El Movimiento Cívico Nacional (MCN) ha sido el actor más consistente y valiente en esta lucha. Promovió una acción de inconstitucionalidad ante la Corte de Constitucionalidad para impugnar la cláusula de confidencialidad contenida en el Acuerdo Ministerial 544-2024, y respaldó decenas de solicitudes de acceso a la información presentadas por ciudadanos.  El MCN ha asumido esta causa con coherencia y determinación, enfrentando a un aparato estatal que insiste en negociar en secreto. 

La Corte de Constitucionalidad: un fallo que abdica del control constitucional para proteger el secreto oficial

La Corte de Constitucionalidad declaró sin lugar la acción planteada por el MCN alegando que la frase impugnada (“el cual se adjunta bajo reserva de garantía de confidencialidad”) no constituye una norma de carácter general. Según la Corte, el acuerdo del Mineduc no tenía efectos erga omnes y, por tanto, no podía ser objeto de control de constitucionalidad.

Este razonamiento, además de equivocado, es peligrosamente reduccionista. La Corte argumenta que la cláusula “se adjunta bajo reserva de garantía de confidencialidad” no reviste carácter general y, por tanto, no puede ser sometida al control de constitucionalidad. Esta interpretación desconoce intencionalmente la evolución del concepto de disposición general en el derecho constitucional moderno, donde lo determinante no es la forma ni el alcance burocrático del acto, sino sus efectos jurídicos sobre la colectividad.

La cláusula impugnada estableció, en la práctica, una norma jurídica de aplicación general: definió una conducta que la administración debía seguir (no divulgar el pacto) y creó una limitación objetiva a los derechos constitucionales de transparencia y acceso a la información. Esa disposición no reguló una situación interna particular, sino que estructuró la manera en que el Estado debía gestionar la información de una negociación pública. Fue una disposición general en su contenido y efectos, aun si formalmente se enmarcó en un acuerdo administrativo. Así lo ha reconocido la jurisprudencia comparada y así lo ha admitido, en otros casos, la propia Corte de Constitucionalidad.

El argumento de que la disposición carece de generalidad porque se refiere solo a una negociación específica es insostenible. La generalidad no exige aplicabilidad universal ni vigencia indefinida; exige que el mandato normativo se dirija a regular conductas estatales en relación con derechos fundamentales. Y aquí, claramente, el mandato fue: mantener en secreto el contenido de un acto de la administración que debió ser público. Eso es, por definición, una disposición de alcance general que afecta la forma en que el Estado interactúa con los derechos de los ciudadanos.

Al aferrarse a un criterio formal, la Corte se negó a ejercer su rol de guardiana del orden constitucional. Recurrió a una excusa procesal para no pronunciarse sobre la sustancia: si era constitucional o no mantener en secreto un proyecto de pacto colectivo. La Corte falló no solo por lo que dijo, sino por lo que decidió no decir. No asumió el debate de fondo, evadió su responsabilidad institucional y dejó sin respuesta una violación patente al principio de publicidad.

El Ministerio de Educación: contradicción y complicidad

La ministra Anabella Giracca ha hecho declaraciones públicas en favor de la transparencia y de la publicidad del pacto colectivo. Pero los hechos la contradicen. Fue ella quien instruyó a su equipo jurídico para que se opusiera expresamente a la acción de inconstitucionalidad promovida por el Movimiento Cívico Nacional, defendiendo la cláusula de confidencialidad impuesta por el STEG. Esa oposición, expresada por escrito en el expediente 7676-2024, constituye una defensa institucional del secretismo. No se trató de una omisión técnica, sino de una decisión política.

El Mineduc justificó su postura alegando que el pacto fue entregado por el sindicato bajo garantía de confidencialidad y que, por tanto, su divulgación estaba vedada por la excepción contenida en el artículo 30 constitucional. Esa excepción, recordemos, está diseñada para proteger datos personales o sensibles entregados por particulares. No aplica a documentos con contenido normativo, como lo es un pliego de peticiones sindicales que compromete recursos de todos los guatemaltecos que pagan impuestos.

La Ley de Acceso a la Información Pública exige además que cualquier clasificación de información como confidencial esté debidamente fundamentada, sea motivada mediante resolución fundada, y se sustente en una prueba de daño. Nada de eso ocurrió. El Ministerio simplemente acató la condición impuesta por el STEG. Luego, al ser requerido en tribunales, defendió esa misma reserva. Esa defensa escrita deja sin valor alguno el comunicado emitido tras el fallo de la CC, en el que el Ministerio pretende aparecer como promotor de la transparencia. 

Los hechos importan más que las palabras. Y los hechos revelan que el Ministerio de Educación, bajo la dirección de su ministra, defendió con argumentos jurídicos insostenibles la opacidad del pacto colectivo. Lo hizo alineándose con el sindicato y contra el derecho de los ciudadanos a acceder a información de interés público.

La Corte Suprema de Justicia: inacción constitucional frente a la vulneración del derecho de acceso a la información

El abogado Edgar Ortiz promovió un amparo ante la Corte Suprema de Justicia para exigir la publicidad inmediata del pacto colectivo. El objetivo era prevenir que se firmara en secreto un documento que, de convertirse en pacto vigente, afectaría el presupuesto y la organización del sistema educativo nacional. El amparo solicitaba, entre otras cosas, una medida provisional que obligara a divulgar el texto antes de su firma. La CSJ denegó esa medida afirmando que “las circunstancias del caso no ameritan su otorgamiento”.

Esa resolución es, en el fondo, una renuncia al rol del amparo como mecanismo de tutela efectiva. La medida provisional era necesaria para evitar un daño irreparable: que se consolidara un acto inconstitucional (la firma de un pacto colectivo negociado en secreto) sin posibilidad de revertir sus efectos. El amparo, según la doctrina y la ley, está justamente para eso: prevenir, no solo reparar.

La CSJ decidió no intervenir. Su decisión omitió ponderar los principios de publicidad, transparencia y rendición de cuentas. Al hacerlo, alineó al Organismo Judicial con la política de opacidad del Ejecutivo. La Corte pudo y debió garantizar el derecho a saber. Prefirió no hacerlo.

Opacidad, sindicalismo y captura del Estado

Este no es un caso aislado ni una decisión técnica sin consecuencias. Es una manifestación más de cómo los poderes del Estado han sido capturados o condicionados por el sindicalismo público, y cómo la administración de Arévalo ha sido, cuando menos, funcional a esa captura. La cláusula de confidencialidad fue impuesta por el STEG, avalada por el Mineduc defendiéndola por escrito ante la Corte de Constitucionalidad, blindada por la CC mediante formalismos y protegida por la CSJ mediante inacción.

La opacidad, en este caso, no es un defecto institucional. Es una decisión política. Y como tal, tiene responsables. Es también una forma de corrupción: cuando el poder público se niega a informar, cuando impide el escrutinio ciudadano, cuando restringe deliberadamente el acceso a actos que comprometen el erario, está incurriendo en una corrupción estructural. 

Que esto haya ocurrido con el pacto colectivo del magisterio, en un país donde los pactos anteriores han costado miles de millones de quetzales y han consolidado privilegios insostenibles en un sistema educativo público en decadencia, hace el caso aún más grave. La cláusula de confidencialidad es el cerrojo de un sistema de privilegios. 

Conclusión: la conspiración del silencio

La Corte de Constitucionalidad, la Corte Suprema de Justicia, el Ministerio de Educación y el STEG han operado, con diferentes niveles de responsabilidad, como una maquinaria institucional que ha conspirado para negar el acceso a la información. Cada uno ha jugado su papel: el Mineduc imponiendo y defendiendo la reserva; la CC negándose a pronunciarse sobre su constitucionalidad; la CSJ desactivando el amparo; el sindicato presionando desde las sombras.

En el centro de esa conspiración está la violación del principio de publicidad de los actos administrativos y del derecho fundamental de acceso a la información pública. Ambos principios son piedras angulares del orden constitucional guatemalteco. Están consagrados con claridad en el artículo 30 de la Constitución y desarrollados por la Ley de Acceso a la Información Pública. No son opcionales, ni pueden ser restringidos por voluntad administrativa o acuerdo político. La información en poder del Estado pertenece al ciudadano, y el deber de las instituciones es garantizar el acceso, no bloquearlo.

La transparencia no es un favor. Es un mandato constitucional. El acceso a la información no es una concesión política, es un derecho humano, exigible, justiciable, y de eficacia inmediata. La publicidad de los actos administrativos no es una declaración simbólica: es una garantía jurídica concreta para ejercer el control ciudadano, prevenir la corrupción y asegurar el buen uso del erario. Cuando ese principio se viola, como ha ocurrido en este caso, no solo se lesiona un derecho individual, se compromete el orden republicano mismo. 

Lo ocurrido con el pacto colectivo es una derrota para la transparencia. Pero también es una advertencia. Si los ciudadanos no ejercen presión, si las organizaciones no insisten, si los tribunales no rectifican, el silencio se convertirá en norma. Y con el silencio, avanzará la corrupción. El secreto se institucionalizará como herramienta de poder, y los principios que fundan nuestra república quedarán reducidos a letra muerta.

La lucha del MCN y de la ciudadanía consciente no ha terminado. La opacidad no puede quedar impune. Y la defensa de la república exige, hoy más que nunca, hacer visible lo que el poder quiere ocultar. Defender el derecho a saber es defender la libertad misma. Quien renuncia a la transparencia, renuncia a la república.

 
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Lecturas de fin de semana:

Por: Redacción República

Por: María José Aresti